Con Flores a María
- Nicolas Ferreira
- 22 sept 2016
- 2 Min. de lectura

Justamente con esa canción terminó el responso de María Ester Sandoval Olivares, mi abuela.
La madre de mi padre fue desde que me acuerdo una señora anciana, de ojos verdes y pelo cano. Lo que recorría su blanquísimo rostro no eran arrugas, si no más bien surcos profundos, anidados de mil y un alegrías, y por su puesto también sus penas. Mi Papá me dice que ahora, con la distancia del tiempo, él está seguro de que mi abuela sufría de depresión, quizás por el alejamiento obligado que la llevaba una vez al año a Santiago para cuidar a sus hijos, “visita” por supuesto que nunca duraba menos de 10 meses. Sus enfermedades achacosas, muchas veces indescifrables para los médicos de turno, desaparecían espontáneamente al acercarse el estío, y volvían súbitamente al llegar el otoño. Mi abuela era de mar, heredera de una larga dinastía de fundadores de Papudo, Zapallar, los Lilenes, los Molles y los Vilos. Por toda la costa Norte de la Quinta Región puedes encontrar un primo mío, dice mi Padre, incluso al sur de la Cuarta, quizás por esto nunca se sentía bien en la Capital, quizás por esto yo la consideraba visita en casa de mi abuelo. La recuerdo temblorosa, enfermiza, disconforme… lejana de esa mujer activa, radiante, amena que te podías encontrar en su casita de Papudo.
La imagino de niña jugando entre las rocas saladas, corriendo descalza por los bosques. Con el pelo claro, al viento, alborotado, húmedo. Imagino sus risas y sonrisas, sus ojitos verdes de niña descubriendo el mundo. Inocente, ligera.
Mi pena no fue la de un nieto al ver fallecer a su abuela, no, fue mucho menor. Fue solo la tristeza de perder la oportunidad de conocer a alguien que para el resto fue especial, y que para mi pasó prácticamente desapercibida. No está bien que un nieto no llore por su abuela, y eso es lo que me pesa.
Hace exactamente una semana la dejamos en un bonito parque a la salida de Santiago, lejos de su amada La Ligua, pero en dirección hacia el mar. Escuché atento las loas que se hacían a cada una de sus características, y como ojos grandes y enrojecidos brotaban de cada esquina del parque. Noté a mi Padre más tranquilo, entero, macizo, líder. Cariñoso en el dolor, riguroso en sus deseos, pero más que nada encontré en sus ojos los de mi abuela, y por un segundo, sentí que la conocía, y que todas esas flores que le llevamos, no eran más que un adorno para su nueva casa.
Escrito en septiembre-2011
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